lunes, 24 de febrero de 2020

Hoy viene a ser la cuarta vez que espero...

No pude perderle. No se trataba de aceptar que le había perdido, no, era perderle en sí. No pude.

Aún no sé si fue porque comenzó a dolerme y "decidí" que no podía soportar ni sobrevivir ese dolor, si fue porque no entendía qué había pasado (sí, se fue, pero ¿por qué? ¿qué cambió?), o porque yo no quería que se fuera. Simplemente, quería que estuviera aquí, conmigo, que estuviéramos juntos.

Mi historia es una de despedidas, de vacíos, de agujeros dejados por quienes he amado y que ya no están. Algunos murieron (los más importantes); otros se fueron sin decir palabra, con silencio ante mi llamado posterior; otros se despidieron y marcharon para no volver, para regresar a veces, para regresar y tener que irse nuevamente; algunos más se tomaron el tiempo y la pasión de hacerme pedazos antes de irse; otros, pocos, no se fueron sino que yo les saqué. Pero, al final, mi historia es de ausencias.

¿Has pensado que es justamente porque alguien está ausente que puede regresar y estar presente? La ausencia es necesaria, para querer, extrañar, conocer, desear, volver. Las ausencias del otro nos permiten ver, sentir y pensar su lugar, acomodarle cosas, preguntarle, mover, anhelar. Si el otro no faltara, ni siquiera podríamos saber de su presencia.

 Él se fue. Primero sutilmente, sin avisar, en silencio; volvió un par de veces, cuando fue llamado a volver, cuando era obligadamente esperado, cuando él así lo decidía (¿para qué? ¿para saber que podía irse?). Volvió así una semana, ausencias y presencias. Finalmente, regresó para avisar que se iba, que estar aquí no era algo cómodo, que no podía ser. Caminó unos pasos junto a mí, hasta que fue momento de parar, me abrazó, hasta que se sintió satisfecho de presencia, y partió. El acuerdo tácito era "para siempre", aunque nada se dijo al respecto. De hecho, fue un día de pocas explicaciones, de frases confusas, de preguntas y peticiones que no se dijeron, de silencios que hablaron poco, de falta, fue tanta la falta...

Y yo, no, no pude aceptar su ausencia. No.

¿Qué se supone que hace uno cuando tú no querías que se fueran y eso ni siquiera tuvo lugar (lo que tú querías)? Hacía tantos años que no sentía esto: ausencia de quien debería estar presente. Pensé, ¿de dónde vino ese pensamiento, esa certeza?, que no viviría una ausencia así a estas alturas. Sí ausencias de quienes tienen que partir porque no funciona, porque su presencia lastima. Pero no la ausencia de alguien a quien yo quería tener aquí, presente, conmigo.

Así que tomé mis recuerdos, sus palabras, mis deseos, y los convertí en otras realidades: le pensaba, nos pensaba, fantaseaba nuestras pláticas, tiempo y momentos juntos. Dependiendo de mi estado de ánimo, el presente-fantaseado podía ser una pelea (es decir, yo exigiendo, con gritos y dolor, que me restituyera de su pérdida, que subsanara la ausencia), o podía ser un mundo en el que sus últimas palabras, la separación en sí, no tuvieron lugar. Esa era mi favorita: fantasearme con él, juntos, como si no me hubiese lastimado, como si la pregunta de quién es él y por qué hizo lo que hizo no fuesen necesarias, como si el tiempo en ausencia no hubiese pasado y sólo tuviéramos presencia.

A veces bastaba eso, sentirle conmigo, hablar. A veces hacía falta más, pero no suficiente como para demandar su presencia, para buscarle. No. Su presencia no hizo tanta falta que fuera necesario que él regresara. ¿Por qué? ¿Por qué bastaba sólo esto? ¿Fue él tan poco? ¿Lo que me hacía quererle ni siquiera venía en/con él?

Hasta que, sin esperarlo (pero sabiendo que eventualmente pasaría), me lo encontré. Con toda la ventaja de haberle visto primero, me senté a la mesa, comencé a hablar, se levantó a saludarme de beso, no entendía, yo temblaba, hablaba... confusión, "eres un pocos huevos, un cabrón"... luego, dio pie a una explicación "me dejaste tocada, lo que me hiciste fue sublime", un ofrecimiento que no sería cumplido, "¿qué puedo hacer para enmendarlo?", una mentira que callaba mi deseo (vuelve) "tu cabeza en bandeja de plata", silencio, miradas, temblores... confusión, palabras y, de repente, ¿Cómo estás, qué has hecho? platicamos con esa cercanía e intimidad que tanto me gustaba, tan natural, sin siquiera tener que buscarla (¿porque nunca se fue?), yo coqueteaba, le miraba y no dejaba de pensar que sí, que era ahí, con él, sí.

Al terminar entendí (no con la razón, sino con todo, lo sentí) por qué él, por qué no había podido dejarle ir, por qué seguía esperándole; porque él, nosotros, esa intimidad, esa cercanía, ese estar ahí toda yo, hacía sentido.

Pero, nuevamente, no vi lo que no estaba presente, no noté la ausencia de algo: que él quisiera. Y no, él no quería, ni quiso, no quiere.

Por eso, hoy viene a ser como la cuarta vez que espero, desde que sé que no vendrás más nunca...




martes, 16 de abril de 2019

Des-hacer.

No sé si es una cosa generalizada o si sólo a mí me causa asombro: hacer como que las cosas no pasaron, se dijeron, no sucedieron es IMPOSIBLE.

En cierto sentido, el pasado es inamovible; sí, se puede reescribir, re-entender, re-elaborar, quitar o poner según diferentes interpretaciones o decisiones de por qué pasaron las cosas, pero nada de eso nos permite hacer como que lo que pasó no pasó. Incluso cuando lo justificamos como un error "hice esto, pero por error, porque yo quería hacer x, mi intención no era hacer eso", justificarlo y calificarlo de error no lo borra, de hecho, le da más peso, se planta más, pues toda esa elaboración sólo es necesaria porque ESO pasó y, por haber pasado, es inamovible.

Una amiga solía decir que uno tiene que tener mucho cuidado cuando pregunta algo, porque la respuesta puede no ser lo que uno quiere (o puede) escuchar, y no hay cómo retractarse, des-escucharlo, hacer como que no pasó (no oigo, no oigo, soy de palo, tengo orejas de pescado). Hay que tener cuidado y estar seguros de que queremos y podemos escuchar lo que el otro va a decir, incluso cuando su respuesta es un silencio. Todo eso tiene y tendrá un lugar, y no hay forma de que deje de estar ahí.

Yo, a diferencia de mi amiga, prefiero preguntar y saber, sin importar lo doloroso e insostenible que sea ese saber, que no saber. Porque mi cabeza no encuentra descanso y no deja de darle vueltas al asunto, de considerar diferentes posibilidades, de poner deseos, necesidades, goces, fantasmas, explicaciones, justificaciones, en el otro; y ninguna basta por sí sola, es necesario que yo haga un ejercicio consciente y "decida" una opción, escoja qué fue lo que pasó (¿por qué desapareció? por esto, por estas razones) y, a partir de ahí, elabore un duelo, una historia, algo. Después, puedo tener paz, puedo vivir con esas historias, incluso cuando implican que yo decida no poner ninguna razón y dejar lo que pasó así, vacío, sin relleno, con una tautología "pasó porque pasó y eso basta".

Suena incongruente, si puedo, finalmente, decidir que lo que pasó es tautológico, no es cierto que necesito una respuesta, hacer una pregunta... pero, en realidad sí, porque van por vías diferentes. Necesito hacer la pregunta, si se puede al otro, si no se puede al aire, darle un lugar y luego esperar una respuesta, del otro, de mí, del silencio. Lo que no puedo es no llevar a cabo todo el proceso, darme por bien servida sólo con lo que pasó y no querer/necesitar saber más.

En mi necesidad de darle lugar a la pregunta, he recibido respuestas terribles, que me han hecho pedazos, que me han lastimado más que el no saberlas (pero, ¿cómo saberlo con antelación, para no preguntar?); pero, con el tiempo, me han permitido estar en paz, con el pasado, con mi historia, con los otros, conmigo.

He escuchado cosas que no debí haber escuchado jamás, pero puedo hacer algo con ellas, porque, así como es imposible des-hacerlas, es imposible no hacer algo con ellas, y el qué, depende de mí.

miércoles, 13 de marzo de 2019

El placer de las pequeñas cosas

He escrito en diversas ocasiones, y quien me conoce lo sabe: me parezco mucho a mi papá: el sentido del humor, la "sensualidad" en las caderas, los mocos, las expresiones, la pasión por la lectura. Muchas de esas cosas en común son aprendidas (aprehendidas), copiadas, tal vez algunas vengan por genética, pero de todas ellas, la que más me gusta (y más agradezco que él tenga porque yo pude aprenderla) es el placer de las pequeñas cosas.

Pero, para entenderla, es necesario hacer una breve descripción de mi papá. Es químico y se ha dedicado, toda su vida, a la investigación y la docencia, desde hace treinta y tantos años trabaja en la UNAM y, como él dice, "no trabajo, hago lo que me gusta y me pagan por ello". No recuerdo ni una sola queja sobre su trabajo, ni un solo día en que no tuviera ganas de ir a trabajar. Ni siquiera los fines de semana dejaba de trabajar, ni cuando ha estado enfermo; yo lo recuerdo desde las 6 de la mañana trabajando, emocionado y apasionado por eso que estaba haciendo, curioso por aprender algo nuevo, siempre.

Además del trabajo, le gusta el cine, la música (fue violinista), los libros, los cómics. Compartimos [su] cuenta en kindle y constantemente nos recomendamos libros, leemos a la par (es decir, presionándonos el uno a la otra) el mismo libro, buscamos alguno que podría interesarle al otro. Es nuestro pequeño mundo compartido, porque nadie más de la familia lo hace con nosotros.

Ahora sí, volvamos al placer de las pequeñas cosas. Recuerdo que, cuando era niña, mi papá siempre traía una libreta en la bolsa de la camisa (la libreta de pensamientos sublimes), y cómo le emocionaba su libreta, comprarla, usarla, tenerla. Lo mismo pasaba con las plumas, los lapiceros, los marcatextos, todos ellos le producían una felicidad que llevaba siempre un bailecito de felicidad, una sonrisa, un movimiento de caderas de emoción. Encontrar un libro que pudiera ser interesante le emociona muchísimo, ver el inicio de una película y compartirlo, preparar algo vegano para comer, descubrir platillos y opciones, germinar sus semillas y luego comérselas (y compartirlas, muy importante). Le gusta inventar canciones sobre cosas cotidianas, le canta a los perros, les habla como si fueran personas (ingenieros, doctores, pacientes del psicoanalista, a quien él encarna). 

Puedo decir, con absoluta convicción, que mi papá es un hombre feliz, satisfecho con su vida; un hombre que, cuando muera, morirá bien, en paz, porque tuvo una buena vida, plena, feliz. Y no, no creo que sea feliz porque haya hecho grandes cosas, o porque sus equivocaciones fueran pequeñas (vaya que no lo son), sino por las pequeñas cosas, porque todos los días disfrutó algo, por muy pequeño que fuera; y eso hace toda la diferencia y hace que valga la pena vivir, incluso lo malo y con lo malo.

Y, de alguna extraña forma, yo aprendí eso, a ser feliz con las pequeñas cosas, a sentir placer por detallitos, a disfrutar nimiedades, a sentirme en paz, feliz, satisfecha todos los días, aunque fuera sólo un rato, a separar lo que me duele de lo que me causa placer y felicidad. Es el placer de las pequeñas cosas lo que me ha permitido seguir viviendo, disfrutar todos mis días, dormirme feliz y despertarme emocionada; anhelar el futuro y lo que pueda traer, estar en paz porque el día que sea que me muera será un buen día, sin asuntos pendientes, sin arrepentimientos. Porque, con todo y lo malo, el dolor, las faltas y los agujeros, mi vida es una buena vida, que vale la pena vivirla.

Visto así, aprendí a vivir y cómo vivir de mi papá, y eso, no es una pequeña cosa.

martes, 19 de febrero de 2019

Nunca seré señora

Hace ya unos añitos, escribí un post sobre qué te hace "señora"  y, obviamente, la conclusión a la que llegué es que yo nunca sería señora, porque no me parezco a mi mamá. Ahora, cinco años después, ya  con treinta y siete años, sigo siendo señorita, pero no sólo porque no me parezco a mi mamá.

Tengo que confesar que sí, ya tengo arrugas y, con el nuevo corte de cabello (súper cortito, como dirían las mujeres de mi edad, a la Sinead O'Connor), me veo de mi edad, o lo más cercano a ella. 

Aún así, sigo sin sentirme señora. No tengo pareja, no tendré hijos y, en muchos sentidos, sigo comportándome como jovencita. Recuerdo que en una película de los 90's (El retrato perfecto) le dicen a Jennifer Aniston que ella, con sus veintiocho, seguía viviendo como una universitaria, que no tener deudas, familia, casa, etc., la hacía una persona "de poca confianza" porque no necesitaba el trabajo. Hace unos meses, una amiga dijo algo similar, que se considera "ser adulto" al hecho de endeudarse, porque eso hacen los adultos. Tienen las tarjetas a tope, se echan un préstamo a veinte años por una casa, o de cuatro por un automóvil, pagan las vacaciones y las cosas de la casa a plazos, en fin, que no viven con lo que ganan, sino con lo que deben. En este sentido, tampoco soy del todo adulta; salvo en dos ocasiones, no me he endeudado, no he debido nada. 

También, hace unos años, mi (ahora ex) novio me dijo que yo no me veía de mi edad porque no me vestía "como debería", que andar en jeans, falditas, botas, blusas sin mangas, me hacía ver más joven, porque las mujeres de mi edad suelen trabajar en oficinas y utilizar ropa formal, no como yo; y no sólo eso, sino que el poco maquillaje que utilizo también da esa impresión: me veo más joven.

Al cumplir 36 decidí que comenzaría a decir que tengo casi cuarenta, por varias razones:
- Me encanta el rumbo que lleva mi vida, y me emociona el futuro, no me da miedo envejecer y lo que la edad traiga consigo;
- Me evita las miradas de lástima cuando la gente me pregunta si tengo marido o hijos, porque a los 36, estás aún en el borde, al límite de las posibilidades.
En cambio, tener 40 significa estar quedada y, con eso, ya no hay más que incomodidad de la gente, porque sería de mala educación que me dijeran "uy, pues ya se te pasó el tiempo, qué lástima, pudiste haber agarrado marido" o yo que sé.

Claro, no hay que ser parciales, también lo digo porque eso suele tener como respuesta "te ves súper bien para tu edad"... aunque ese comentario siempre me haga preguntarme cómo se supone que me debería de ver, apenas es la mitad de mi vida, si ya me viera como de sesenta, sería preocupante, ¿no? Sí, sí, sé que mucha gente de mi edad tiene panza, se están quedando pelones, hay canas, arrugas, rastros de descuido y excesos, de preocupaciones, de desveladas, de poco tiempo para la salud y mucho tiempo para las obligaciones. Y no, yo no me veo así. Yo no vivo así.

No es que no me preocupe, o que no pase alguna parte relativamente importante de mis días triste, preocupada, desolada, pero eso no dirige mi vida. Duermo bien, suficiente todos los días, como bien (son un hobbit, no perdono comida saltada), hago mucho ejercicio, todos los días hago por lo menos dos cosas que me hacen muy feliz. Porque, decidí hace algunos años que como uno nunca sabe cuándo se termina la vida, no era una buena estrategia postergar la felicidad, los pequeños placeres, tiempo para mi, para lo que es importante en mi vida. Así que cada día es un buen día, porque tuvo algo que me hizo feliz, algo bonito, algo disfrutable. Incluso los días en que me siento muy mal, que lloro y lloro, que me siento sola, que estoy tan preocupada que siento que voy a enloquecer; incluso esos días hice ejercicio, tejí, tuve pacientes, leí, comí algo rico.

Uf, me perdí y mezclé dos post, pues quería escribir aparte cómo es que me hice una vida completa a cachos, por días; pero ya estamos aquí, así que retomemos y saltemos entre ambos.

Antes solía pensar que uno pasa mucho tiempo perfilándose en lo que va a ser su vida, que el "mientras" duraba muchísimo, y que no era hasta después de los cuarenta cuando uno ya comenzaba a estar donde debía. Ahora, veo mi vida y caigo en cuenta que no va a cambiar mucho, porque esto es lo que quiero y lo que construí. Y, si no cambia mucho, tampoco seré señora.

Aunque, hay que aclarar, eso no significa que no me emocione con utensilios de cocina, o que no teja, cosa, o haga guisos de abuelita. Porque, en realidad, eso lo he hecho desde hace mucho tiempo, y si antes no era suficiente para llamarme/reconocerme señora, no vale que lo haga ahora, ja.

Así que, como mis tías (que murieron pasados los 70, y vírgenes) las señoritas, viviré sin conocer eso que es ser señora, pero sin añoranza. Porque esta, mi vida, no sólo me gusta, sino que vale la pena vivirla.

P.D. Vaya, quién iba a pensar que este sería un post cierra-post-previos, aquí hay otro relacionado con lo que escribí hoy, pero que ya terminó. 

jueves, 14 de febrero de 2019

Mi familia: amor silenciado

¿Han visto que hay familias que expresan el amor que se sienten? Que, además, lo hacen de forma explícta, con palabras, con abrazos, con gestos. ¿Qué clase de gente hace eso? Me resulta demasiado extraño.
Mi familia, por tradición y aprendizaje, silencia el cariño, la admiración, el reconocimiento. Si alguien admira algo de otro miembro de la familia, de desvive en decírselo a los demás, en contarle (a extraños) lo maravilloso que es alguien, pero jamás se lo dice a esa persona.
El sábado, platicando con mi papá, él dijo que nuestra familia escondía esas cosas, que sus padres nunca le dijeron que estaban orgullosos de él, que le admiraban, nada. Tan era así, que él estaba seguro de que su hermano menor era el favorito de sus padres, pero todos sabíamos que no era así, que el favorito era mi papá. El menor, en realidad, era el pobrecito, el inútil, el que necesitaba todo el apoyo, dinero y atención porque solito no podía. Y esos, como decía una amiga, nunca son los favoritos. Pero, mi papá no lo sabía, toda su vida estuvo convencido de que él no era meritorio de reconocimiento, admiración o un cariño especial por parte de sus padres. Porque se silencia, en mi familia el amor se silencia.
Lo mismo pasaba desde mis abuelos a nosotros. Yo sabía (siempre supe y sabré) que mi abuela y yo teníamos un vínculo especial, pero no que yo fuera la favorita, o la más querida, o algo así. Cuando ella murió, varias de mis tías se acercaron a decirme que yo era lo más querido de mi abuela, que nunca fue más feliz que cuando yo nací. ¿Por qué? ¿Qué me hacía tan especial? ¿Por qué nunca me lo dijo?

¿Por qué hacen falta las palabras para sostener lo evidente? Y, aún más, ¿por qué es tan difícil decirlas?

Mi papá es un poco así. No expresa su cariño hacia nosotros... más bien, no lo expresaba. Hace un mes, más o menos, estábamos platicando por whatsapp y me mandó un "te quiero mucho". 37 años y, finalmente, lo había dicho. Nunca me había dicho que me quería, y sí, uno podría decir que es evidente, que se nota en muchos detalles; pero el punto no es ese, es que nunca lo había dicho. El año pasado hizo una fiesta por su cumpleaños, y en un discurso dijo que estaba muy orgulloso de sus cuatro hijos, que incluso, le parecíamos tan excepcionales que le gustaría que fuéramos sus amigos. Sé que suena raro, pero también bonito, porque implica reconocer quiénes somos más allá de la filiación. Claro, al mismo tiempo, implica no reconocer que somos diferentes entre los cuatro. Otra vez, silenciar lo que nos hace únicos y especiales. Sí, sí, entiendo que hubiera sido feo "diferenciar" en público, pero también, al no hacerlo, es como si nada se dijera. Porque no somos iguales, ni de personalidad, ni de actos, ni respecto de él; la relación que cada uno tiene con él es bien diferente, tenemos pasados compartidos bien diferentes, y le tratamos de formas diferentes. No, no somos iguales, y no, juntarnos a los cuatro en ese conjunto, no estuvo padre. 
Por supuesto, no tomó mucho tiempo para que uno de mis hermanos dijera "a huevo, mi papá está orgulloso de mí, voy a dejar de trabajar". (¿Alguien más nota que esa respuesta es completamente tonta y fuera de lugar, que es imposible inferir eso?)

Resulta un poco contradictorio que, por una parte, yo reconozca que es necesario apalabrar, nombrar las diferencias y, por la otra, que me incomode cuando eso pasa. Tampoco podríamos esperar que lo aceptase como si nada, después de tantos años.

Siento como si, de repente, tuviera que reacomodar los lugares y las relaciones en la familia. Como si este empezar a hablar implicara que mi lugar en la familia es diferente y, al mismo tiempo, el mismo. Ya tiene muchos años que la esposa de mi papá dice (frente a cualquiera) que a mi papá nada le hace más feliz que pasar tiempo conmigo, lo cual implica que soy especial (tal vez ¿la favorita?), pero sigue estando como "por confirmar" hasta que mi papá también lo diga. Sí, cuando lo diga, me voy a seguir incómoda, tal vez un poco culpable porque eso deja a mis hermanos ¿dónde?, aunque sepa que así es, y que es algo que se sabe.

Mi amiga decía "el que necesita nunca es el favorito", porque a ese hay que darle porque necesita, porque se sabe que no dar tiene consecuencias negativas, porque no se le puede desproteger. Pero eso también hace que el favorito, el que no necesitó, el que salió adelante solo, tenga todo el mérito por sí solo y, por lo mismo, que se lo quite a los papás. Si nunca necesitó, eso significa que los padres quedaron relegados de protagonismo, de méritos, de reconocimiento. ¿Cómo puede ser tu favorito el que menos te necesitó, el que nunca te pidió ayuda, el que no te convocó? ¿Cómo puedes querer más a quien te mantuvo a cierta distancia? ¿Cómo funciona eso?

Tal vez, la etiqueta de "favorito" implica ambas cosas, reconocer que el otro es bien chingón, y reconocer que uno se alejó de allí; que no se necesita de uno para que el otro florezca, devenga, sea, que el otro es maravilloso porque lo es, y que tal vez el único mérito que se tiene del otro lado es haberse alejado, haberle dado espacio. Y tal vez, eso haga que ser el favorito sea doblemente chingón, porque uno lo es porque lo es, y desde allí, las relaciones con los padres pueden ser otras.

jueves, 7 de febrero de 2019

Alguien tiene que recordar nuestra historia, alguien tiene que contarla

Hace dos días recordé las historias que mi abuela solía contar sobre su papá. Eso es algo común, constante, recuerdo esas historias, su pasado, lo que me contaron, lo que viví con ellos; pero, yo no tengo a quién contárselas, nadie que escuche.

¿A quién contarle cómo mi abuelo fue "enviado" a la Revolución, pero que antes tuvo que casarse, para que alguien se quedara con sus cosas por si moría (¿qué tenía, qué era lo que había que dejarle a alguien más? no lo pregunté, nunca pregunté y, ahora, es imposible saberlo)? Mi bisabuelo, Joaquín, quien fue escolta de Madero, quien con sólo quince años aprendió a matar, a sobrevivir, a mandar a otros para que mataran, para que sobrevivieran. Ese hombre que, en dos ocasiones, estuvo a punto de ser fusilado PERO que fue salvado, en ambas ocasiones, porque el jefe de los otros (tampoco pregunté quiénes eran los otros, contra quiénes y en qué momento) afirmaba: A LOS VALIENTES NO SE LES MATA. Ése es el bisabuelo que yo tengo, un hombre valiente, con principios, un hombre cuya vida valía ser vivida.
No se trata de hablar de la Revolución, de decir qué bando, en qué momento, hizo lo correcto o no. No. Se trata del hombre que fue el padre de mi abuela, de la historia de aquél que nos enseñó que la vida, vivirla, es algo que se gana, con honor, con valentía, con respeto hacia los otros (incluso, hacia los enemigos).
Joaquín, ese hombre que siguió en el ejército tal vez (tampoco pregunté) hasta su muerte "prematura". Ese hombre que sabía vestir el uniforme, no de un ejército, sino de una patria que amaba, que le enseñó a sus hijos a amar, a servir a sus habitantes, a respetar.
Un hombre que, después de haber matado, durante años, regresó con su familia, con su esposa, sus tres hijos. Un hombre que vivió la muerte de dos de sus hijos, aún jóvenes. Ese abuelo del que, incluso a pesar de su aspereza, es relatado como cariñoso.

¿A quién contarle de mi bisabuela, que perdió a uno de sus hijos, porque el miedo de haber perdido a su marido en la Revolución (cuándo, qué pasó, por qué lo creyó muerto... no lo pregunté) hizo que dejara de dar leche, y no tuvo con qué alimentarlo? ¿Qué hijo era? ¿cómo se llamaba? Ya no hay nadie vivo que lo sepa, que lo recuerde. Ella, Sara, una mujer bien cabrona, la menor de sus hermanos, que tuvo que salir a trabajar, a los diez años, porque habían perdido a su padre (¿también a su madre?) y alguien tenía que trabajar para que comieran. Esa mujer que viajó con su nieta a Asia, que cambió de religión/iglesia cuando le dijeron que no estaba permitido el uso de joyas, que un día, a sus 82 años, se fue a acostar temprano porque se sentía cansada, y no volvió a despertar.

Ahora, sólo una persona viva recuerda a Polita, hermana de mi abuela. A la médico que, según me contó mi tía que le contaron, decidió no casarse, para ser más libre, para poder trabajar... esa mujer hermosa, cariñosa con su sobrino, que murió tan joven, de improvisto. 

¿Quién contará estas historias? Mi historia. Porque yo crecí entre ellos, y es de ahí de donde vengo. Aunque hayan pasado ochenta años entre el inicio de esa historia y yo, el tiempo no hizo diferencia, no nos separó.

¿Pasará lo mismo con las historias de mis abuelos? ¿Le contará mi hermano a su hijo sobre el abuelo, sobre cómo sabía sacar una tuna y comérsela sin quitarla del nopal? ¿cómo hubo épocas en que sólo comían plátano porque no podían comer más? ¿cómo estudió en San Ildefonso? ¿Seré yo quien le cuente a él, a mi sobrino, sobre mis abuelos, sobre mi padre, sobre la casa en la que todos crecimos? ¿Le contaré lo que hacían sólo conmigo, o para mí, o las cosas generales? ¿cómo mi abuela, todos los días, leía la Biblia por la mañana, a medio día Sherlock Holmes, y por la noche veía películas de acción? Cómo, cuando éramos niños, corría con nosotros, me mandaba a la calzada por hierbas de olor para guisar, que disfrutaba los zapotes que daba el árbol, o cómo siempre había espacio en sus brazos para un cariño, espacio en su sillón para sentarse con ella, tiempo para enseñarnos algo, piojito e historias para antes de dormir. 
Hace un par de días, la mamá de mi hermano me contó que él no entendía de dónde le venía el gusto por que le hicieran piojito, y ella contestó que eso era cosa mía, que yo le hacía piojito cuando era chiquito, para que durmiera. ¿Sabrá mi hermano que ese piojito "nuestro" es también el mío con mi abuela? ¿Sabrá él que así yo aprendí que sentía el amor, porque ella me enseñó? ¿y ella? ¿dónde aprendió, alguien le hizo piojito cuando era niña, o lo descubrió cuando tuvo a sus hijos? 
Ahí estamos, tres generaciones, tal vez cuatro, en un solo gesto de amor. ¿Le hará él piojito a sus hijos, si los tiene? ¿Pasaremos todos nosotros por ahí, en algo tan pequeño y, al mismo tiempo, tan enorme y con tantas historias juntas?

Por eso, alguien tiene que contar nuestra historia, alguien tiene que escucharla. Sin importar cuántos años han pasado desde que murieron siguen aquí, todos los días y, por eso, alguien tiene que contar la historia, recordarlos, reconocerlos allí, donde siguen vivos, donde aún hablan.






jueves, 24 de enero de 2019

Con la edad...

Hasta que cumplí 37 años (es decir, hace unos días) pensaba que, con la edad, me convertiría en "señora", en una mujer adulta, en algo que (aún) no era. Como si la edad, el tiempo y lo transcurrido en él, fueran a hacer de mi otra persona, a cambiar ciertos rasgos, conductas o gustos, como si esa que yo era/soy fuera pasajera, el "mientras" me hago adulta.

No sé bien si es una idea que saqué de mi familia, de ver a las mujeres (ya adultas) en mi familia, en cómo se comportaban a cierta edad, y que eso me hizo pensar que yo, igual que ellas, sería así a esa edad; tal vez, es una cuestión cultural o de educación, que uno deja de ser adolescente y se convierte en un adulto responsable porque así debe ser, porque es lo esperado, porque hay que madurar, por lo que sea.

No lo sé. Lo que sí sé es que, más bien, yo no me he convertido en esas mujeres, ni en esa idea que tenía de una mujer adulta, vaya, ni siquiera soy señora (y ya casi voy a cumplir cuarenta).
Tengo casi cuarenta y no me he casado, lo cual no está mal porque me gusta mucho la soledad, vivir sola, y porque sólo he conocido a un hombre con quien creí que podría vivir feliz y sin pelear (es decir, un buen candidato para casarme... salvo por el hecho de que él decidió que no quería estar conmigo porque le incomodaba nuestra intimidad y porque "no teníamos futuro"... vaya diferencias de percepción, gracias, Lacan). 

Además, nunca he querido tener hijos, ya me hicieron la salpingoclacia y, consecuentemente, no tendré una familia; lo cual, al mismo tiempo, hace que encontrar, buscar o estar con un hombre no implique prisa alguna.

Ninguna de las ideas de mujer adulta que tenía implicaba esto: estar sola. Recuerdo que mi mamá a mi edad tenía ya 10 años divorciada, pero era eso: una mujer divorciada y con dos hijos. Yo no soy ninguna de las dos.

También pensaba que, a los treinta, ya me habría quitado el arete del ombligo y los "extras" de las orejas, porque las mujeres adultas no los usan. Pero no sólo no pasó, sigo usándolos todos (no he encontrado una razón para quitármelos, así que siguen aquí, ya con 20 años en mi cuerpo) y, después de los 30, comencé a tatuarme (bueno, fueron dos sesiones para seis tatuajes y una tercera para quitar dos anteriores y poner uno nuevo). Sin duda, las mujeres adultas de mi cabeza no se tatúan a esta edad.

Sigo usando las uñas pintadas de negro, azul, morado, blusas de tirantes, escotes, blusas sin espalda, mini-mini faldas, botas, pantalones a la cadera... esas cosas que estaban de moda cuando fui adolescente. Modas que, también, pensé que de adulta dejaría de usar, que comenzaría a vestir como mujer adulta exitosa-ejecutiva- formal. Pero no pasó. Mi trabajo (clínica psicoanalítica) me permite vestir como se me da la gana, mi cuerpo (para mis estándares, no pretendo generalizar ni esperar que todas se vistan como yo o sigan mis tontos estándares) me permite ahora, más que antes, usar mini faldas, enseñar las piernas, la espalda, los brazos. No sólo no dejé de usar esa ropa, sino que ahora la uso mucho más feliz y segura que en mis veintes (que pasé, en su mayoría, con sobrepeso... a diferencia de mi adolescencia, en la que estaba súper flaca y curveada).

Tal vez, con la edad, me he vuelto un poco menos agresiva, un poco más sabia, con más ganas de perdonarme y perdonar a los demás, de entender (a ellos y a mi); pero sigo teniendo el mismo sentido del humor, sigo diciendo groserías, haciendo chistes vulgares, hablando como si no me importara quién me escucha (no me importa, nunca me ha importado), no siendo capaz de controlar el volumen de mi voz, diciendo cosas fuera de lugar.

Ahora, a la mitad de mi vida, caí en cuenta que, ser adulta tal vez no se trata de dejar de ser yo, sino lo contrario: ser más yo, ser yo sin importar el otro, sin considerar expectativas, demandas y necesidades impuestas. 
Tal vez, ser adulta es poder estar en paz con esto, y no soltarlo. No dejar las botas ni aunque "sean para chavos", no dejar de reír a carcajadas, no dejar de disfrutar el tiempo y espacio sola, no dejar de vestir como me gusta, de decir lo que quiero, de sentirme.

Tal vez, ya tiene mucho que soy una mujer adulta, que soy, Ariadna, sólo que no me había dado cuenta de que esto es lo que habrá.

miércoles, 31 de octubre de 2018

Push-ups, o masculinidades enclenques

Por diversas cuestiones, hace 5 años comencé a hacer ejercicio; como nunca me gustó el esfuerzo físico, tomó algo de tiempo que encontrara qué me gustaba (o, por lo menos, no padecía demasiado) hacer. Comencé con pesas y natación, me encanta el agua, la sensación de estar dentro del agua, el olor a alberca me hace sonreír, así que fue un buen comienzo. Hasta que me metí al agua. Tenía 20 años de no hacer natación, no sólo no tenía condición física, con pulmones de fumador y dificultades para entender las indicaciones (ya había tomado clases, sabía la técnica de todos los tipos de nado, pero no fue como con la bicicleta, esto sí lo olvidas) fue toda una odisea. Pero me gustó, salía agotada y feliz, emocionada.

Poco a poco, mi cuerpo se fue convirtiendo en otro: fuerte, marcado, resistente al esfuerzo. Poco a poco, dejé de ser sólo un ratón de biblioteca chupa-libros, y me convertí en otra mujer, aunque no supiera aún en cuál o de qué tipo.

Hace cuatro años comencé con las clases de TRX, mi fascinación absoluta. Es mucho ejercicio, en todos ejercitas la espalda media (muy importante para alguien que, como yo, tiene problemas de espalda), y los resultados son bastante rápidos de percibir. Tres horas a la semana y, en unos meses, tenía los brazos y la espalda marcadas. Además, tenía más fuerza, más resistencia, comenzaba a gustarme poder hacer ejercicio y la mujer en la que me estaba convirtiendo.

Un año después, decidí combinar TRX con entrenamiento funcional (el primero por las noches, el segundo por las mañanas), y me sentí aún más feliz. Podía hacer tantas cosas, cargar pesos que jamás pensé que podría. Maravilloso.

Pero, esto no se trata tanto de mi amor al ejercicio como de las masculinidades, así que retomemos el camino.

En ambos entrenamientos haces ejercicios para las piernas, para el abdomen, y para la parte superior (brazos, espalda, pecho). Como era de esperarse, los hombres hacían con mayor enjundia los ejercicios de la parte superior, eso es "lo suyo". No sé por qué o cómo (más bien, si es cierto) pero me entró en la cabeza que una forma de evitar que mis pechos lleguen al ombligo es tener fuerte el músculo que les sostiene (porque sí, los pechos son pura grasa, tejidos y glándulas, nada de músculo), además, una espalda fuerte aminora el dolor de espalda y mejora la postura. Así que ahí estaba yo, dándole duro a los ejercicios de espalda y pecho, de hombro, de brazos; con mi amigo/compañero de TRX retándonos y picándonos para hacer los ejercicios, fui metiéndole más fuerza, más intensidad (no recomiendo, nadita, escoger como compañero de ejercicio un ex-jugador de americano, le meten a lo superior con gusto y, si además les gusta el reto, es una dinámica dolorosa), haciendo los ejercicios al nivel de él, más repeticiones, más enjundia.

(Por supuesto, él tenía 20 años de delantera respecto de mi, había ejercitado esa parte de su cuerpo desde niño y, por más que yo quisiera superarle, era imposible.)

Un día, a media clase de TRX, el entrenador dijo que haríamos power-push-ups y una chica, muy asustada, gritó "esos son ejercicios para hombres". CASI ME MUERO Y ME LA LLEVO DE CORBATA. "Esos son ejercicios para hombre", ¿qué es eso? hasta donde sé, los únicos ejercicios "para hombres" son de pene, porque el resto de los ejercicios, en tanto implican músculos que TODOS tenemos, no son exclusivos de un sexo. Después de quejarme con mi amigo, caí en cuenta que esa es la creencia generalizada: las lagartijas SON para hombres, las mujeres no hacemos esos ejercicios. Habrá quien diga que es porque no tenemos fuerza para hacerlas, habrá quien diga que si haces muchas te bajan los pechos.

Después, me fijé que esto era tan cierto, que muchos hombres se juegan toda su masculinidad en unas lagartijas. Es muy divertido verles cómo se frustran y enojan cuando una mujer hace más que ellos, cuando una mujer no se cansa y ellos sí. Hacer lagartijas se convirtió en una demostración de quién es y debe ser el hombre (para ellos) y, en esa demostración se les va la vida. No quieren aflojar, no quieren parar, no quieren utilizar menos peso, quieren seguir sosteniendo esa bella masculinidad, aunque esté un poco magullada.

Pobres machitos, pobres hombres, pobres masculinidades, expulsados de su espacio (el gimnasio), sus ejercicios (las lagartijas), su lugar en el mundo. Pobres.

Tal vez, en unos años, puedan ser tan fuertes como una mujer. Ya casi.

martes, 30 de octubre de 2018

Morralla: la cosificación de la vergüenza

No sé si pasa en todas partes del mundo, pero en mi bello país (México), la morralla (es decir, las monedas, "el cambio") y los billetes de baja denominación (como el billete de $20) son motivo de vergüenza; pagar con cambio resulta, casi siempre, algo que da pena y que se hace sin que el otro se dé cuenta.

Podríamos decir que, en términos de dinero, también existen jerarquías, y no sólo en el sentido de que más dinero te hace más, sino que la denominación del billete con el que pagas dice algo de ti. A veces, uno paga con un billete de $500 y, por eso mismo, el trato recibido es diferente, como si el simple hecho de tener uno de ellos significara que tienes muchos más (si no, ¿cómo es que tienes por lo menos uno? no es lógico, es obvio, ja); algunas de esas ocasiones, uno paga con un billete de $500 porque es el que te dio el cajero y, para ser honestos, es todo el dinero que tienes para la semana.

Tal vez sea cierto que la morralla se gasta más fácil, que es mucho más difícil llevar un control de cuánto se ha gastado si lo que tenemos es cambio,  porque saberlo implicaría contar monedas (varias) y más billetes (que si fuera de alta denominación) cada-vez-que-compras-algo. Mucho trabajo, mucho esfuerzo. Como consecuencia, solemos guardar los billetes (de $100 para arriba) y ser más prudentes a la hora de gastarlos, porque "romperlos" significa que gastaremos tooooodo ese dinero más rápido y sin control.

Para mi, el dinero es dinero y lo que importa no es en qué forma (moneda, billete) lo tienes, sino que lo tienes (o, como bien sabemos, que NO lo tienes), que puedes pagar algo con eso. Recuerdo que, cuando saqué mi coche (hace ya 15 años) pagué el enganche con el dinero que había ahorrado de propinas (trabajaba de mesera) y otros ingresos y ahorros; como una parte eran propinas, podrán imaginar cómo llegué a pagar $30,000 con un señor fajo de billetes bien grandote, porque eran billetes de todas las denominaciones, y la pobre cajera me miró como si estuviera loca, me lo dijo y reprochó que llegara "con tanto dinero" (no entiendo de qué otra forma pensaba que iba a pagar $30,000 ¿con billetes de 5,000 del Turista?¿con cheque de caja? tenía 21 años...).

Irónicamente, un billete de $500 es tanto una bendición como una maldición. Hay pocas situaciones más frustrantes que tener sólo un billete de $500 y necesitar pagar algo. En la tienda, no te cambian el billete, ni tampoco "tienen cambio" si quieres comprar algo de menos de $100; en el transporte, no puedes pagar con él; en la papelería; la vida de a pie y de a diario no es compatible con los billetes de altas denominaciones, porque nadie quiere/puede cambiártelos, o porque creemos que son falsos (¿por qué no harán billetes de $100, $20 y $50 falsos? sí, sí, sí, es más difícil con los "nuevos billetes", pero de todas formas me lo pregunto, porque creo que esos pasan más fácilmente de mano en mano, y pocas personas se cuestionan siquiera que puedan ser falsos, en cambio, los de $500 pasan por un examen y estudio bastante más riguroso, aunque no por ello infalible).

Tal vez, al final del día, el dinero contante y sonante tiene un lugar tan indispensable y complejo en nuestras vidas bajo el capitalismo, que no puede estar exento de prejuicios, juicios y tratos diferenciados. Porque, y eso lo sabemos todos (aunque no lo sepamos), los ricos o cargan muchos billetotes (pero muchos muchos, cual fajo de gasolinero) o sólo tarjeta, porque tienen tanto, que ni siquiera se molestan en esas nimiedades. Y nosotros, los proletarios, tenemos que hacérnoslas con los billetitos, con las monedas, con la morralla y la vergüenza que implica no ser parte de los otros.

viernes, 19 de octubre de 2018

Son machos, y son muchos

Recuerdo mucho una frase/broma de mi papá, que solía decir para referirse a un grupo de hombres (del que él, en ese momento y/o contexto formaba parte) que no cumplía con los estándares de masculinidad "no seremos machos, pero somos muchos". Me daba mucha risa, una frase que, ante la evidencia de una falta apelara a la cantidad, además, mi papá le aplicaba una inflexión que la hacía muy cotorra.
Pero dejemos atrás el machismo de mi padre, que lo tiene, un poco por quién lo educó, otro poco por su época, otro poco porque el patriarcado es un sistema, no una situación aislada y, por lo mismo, nos chinga a todos en el camino. Sólo diré que, ahora, a sus 65 años, se cuestiona mucho esas actitudes y procura cambiarlas, pararlas, relacionarse con las mujeres desde otro lugar; y eso, también tiene su mérito.

Así las cosas, volvemos a los machos. Hoy me cayó el veinte (y me cayó como cuando te pegas en el codo y el nervio y sientes que vas a morir de dolor) de que casi todos los hombres que me rodean SON MACHOS y, como es evidente, SON MUCHOS. No es que no lo supiera, no es que no lo hubiese criticado, es más bien que de alguna forma lo dejaba pasar porque "no me pegaba a mi" (porque el machismo no te pasa, te pega, son golpes sólidos y con todo, incluso los más nimios) directamente, y porque como amiga de ellos podría estar ahí dando zapes para que ellos fueran la amiga que se da cuenta. 

Pero no, no era así, el machismo de mis amigos me da de lleno y en la cara, constantemente y lo dejo pasar, principalmente, porque no sé cómo poner límites sin que impliquen emascular o castrar al otro (ya sé, si es un macho y me trata mal, no debería importarme quedar como la loca culera súper violenta, pero qué les digo, me sigue pesando terminar por ser esa mujer).

Para muestra, dos botones:
1. Tengo un amigo que un día dijo "yo, la verdad, sí agradezco que las mujeres se vayan sexys al gimnasio, porque me gusta verles mientras estoy en la caminadora". (sí, sí, sí, FOCOS ROJOS, a esos hombres se les da un madrazo y se les manda a chingar a mi madre). Obvio, en ese momento le dije que su comentario era súper macho y ofensivo, que eso está del asco y que no debía hacerlo... pero no me estaba pasando a mi... hasta que, la última vez que nos vimos para comer, me dijo "yo esperaba que vinieras en vestido, quería verte las piernas". ¿¡QUÉ PEDO!? ¿POR QUÉ CREE QUE PUEDE 1. VERME LAS PIERNAS, 2. EXPRESAR QUE ESO QUIERE? Asco, asco, asco. 
Claro, no le dije nada cercano a que se fuera a rechingar a mi madre ni le arranqué los tanates. OTRA VEZ, me quedé pasmada, no podía creer que pudiera decir esas cosas y CONSIDERAR QUE ESTABA BIEN, QUE NO ERA INVASIVO, QUE TENÍA DERECHO DE HACERLO.

2. Me escribió un amigo, hace rato, porque quería verme hoy, le dije que no podía, así, sólo "no puedo". No di explicaciones ni razones ni nada. Simplemente eso, porque ahora que tengo un grupo de amigas, las más hermosas mujeres feministas y cariñosas, he entendido que no, que buenos modales no puede ser sinónimo de permisión de violencia machista. Como era de esperarse, el caballero contestó: "¿No puedes cambiar tus planes? yo quiero verte ¿o qué, vas a ver a un galán? tú di rana y yo salto". Me tomó un par de minutos dejar que me permeara lo que estaba pasando, pero ya que lo sentí, no hubo vuelta de hoja. El pendejo fue ofensivo, pretensioso y machista. PUNTO. Ofensivo porque cree que cambiaría mis planes (sin importar cuáles sean) porque él quiere verme, porque mi respuesta "no puedo", no fue razón suficiente para entender que no iba a pasar, porque él quería verme, que es lo importante; pretensioso, porque se cree prioritario y más importante que cualquier otra cosa que tuviera que hacer, cualquier otra persona con quien yo ya hubiera hecho un plan... todo eso vale nada cuando él quiere verme y, por lo mismo, puedo cancelarles sin pedos, vamos, él quiere verme; machista, porque el único motivo que podría ser razón suficiente para no verle es OTRO HOMBRE, ¡háganme en pinche favor! sólo si hay otro hombre en el asunto está bien que no le vea, porque mis planes, mi vida, mis decisiones NO SON RAZÓN SUFICIENTE PARA NO DEJARLO TODO POR ÉL [nota al pie, es un pendejo a quien he visto sólo tres veces en seis años, quien nada sabe de mi día a día, ni de las cosas importantes, ni nada... nos conocemos desde hace veinte años, pero no hemos sido amigos en casi diez años... pero él quiere verme hoy].
Respondí, simplemente: 😂😂.
Obviamente, no entendió y preguntó por qué eso. Contesté que porque sus mensajes habían sido ofensivos, pretensiosos y machistas.
¿Y cuál fue su respuesta? "Quitando eso, el mensaje es que quiero verte". ¡Quitando eso! ¡QUITANDO ESO! OTRA VEZ, ofensivo y machista, "quitando lo que yo digo, quitando lo que yo siento, quitado lo que yo opino, lo que importa y queda es que ÉL QUIERE VERME. NO MAMAAAAAAAR, es demasiado. D E M A S I A D O. Haciendo acopio de un poco de decencia, contesté que sin importar su mensaje, lo que había pasado era un mensaje ofensivo, pretensioso y machista que tenía como resultado que su mensaje original dejara de importar, y que yo no quisiera verle más nunca.

Y así, después de esto, decidí que ni uno más, ni un comentario, ni una opinión, ni sobre mi ni sobre ninguna otra mujer, jamás. NO MÁS.