miércoles, 21 de septiembre de 2011

Bolillo, recién horneado

Ayer decidimos cenar molletes, pero no teníamos bolillos, así que me aventuré y pasé, de camino a la casa, a una pequeña panadería que hay camino a la casa (el el Pueblo de Santa Fé, aunque en realidad se llama Lomas de Becerra). Y en verdad es pequeña, no tenían mucho, pero había variedad, y los precios eran bastante accesibles (me enteré hasta que pagué, pero me pareció bastante barato pagar $16 por 4 bolillos, 2 cuernitos y 2 mino donas-tontas).
Lo mejor de lo mejor es que los bolillos recién habían salido del horno, ya no estaban calientitos, pero sí crujientes, recién horneados, caray. Y punto, no hay cosa más maravillosa que un bolillito así (bueno, sí la hay, cuando todavía siguen calientes). Amo con toda mi alma los bolillos recién horneados (que no todo el pan, es una relación especial y única con los bolillos), y sí que hay una explicación (por si el Dr. Freud está leyendo esto):

Cuando éramos niños pasábamos mucho tiempo con mi abuelita y, a veces, la acompañábamos a hacer las compras a Aurrerá (pueden imaginarse a la mujer "anciana" de 70 años lidiando con dos escuincles peleoneros en el súper... qué culpa tenía ella). Todas las veces pasábamos por la panadería, y si había bolillos calientes, compraba varios y nos dejaba ir comiéndolos ADENTRO DEL SÚPER, todavía calientes...

Un recuerdo más que maravilloso para mí, y una tradición, porque es algo que siempre hago cuando voy al súper (o a la panadería) y descubro que acaban de salir los bolillos del horno (como si tuvieran vida propia y ellos mismos decidieran salir, ja ja), compro dos y me los como en el súper. Sin vergüenza ni nada, porque una cosa es abrir los empaques sin haberlos pagado, y otra cosa es omitir uno de los más grandes placeres de la vida, que más que un placer, ya pensándolo, es un deber.

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